¿Alguien ha visto a Dios?
EL ATAÚD DE MI MADRE
Aún busco dentro de mí el ataúd de mi madre
para abrirlo en un soplo:
me levanto y lo busco más allá de aquellas tumbas
donde no vive nadie, ni un solitario cuerpo.
Nuevamente me levanto y lo busco
por encima y por debajo del mundo
de los vivos y de los muertos.
Nunca dejaré de buscar el ataúd de mi madre,
aún cuando sé que al abrirlo
se convertirá en polvo, fluvialmente se convertirá en polvo.
Aún es rojo el perfume del cedro antiguo,
aquel cedro con el que fabricaron el ataúd de mi madre.
Ahora me levanto y escucho la música
que sube desde el fondo del viejo ataúd:
la música es como de violines tocados por ángeles
muy antiguos, y esa música
se queda en el aire que todavía envuelve al mundo.
EL PRIMER ACTO
Podemos decir, sin temor a equivocarnos,
que Dios cometió un crimen casi perfecto
al inventar este juguete cómico, tal vez cómico
y reconocido en todo el universo
bajo el nombre de planeta tierra
con sus parásitos, sus arcángeles, sus musarañas,
sus satélites artificiales, sus insectos,
sus medusas y la estela en el viaje de sus nebulosas.
Podríamos decir, entonces, que el primer acto
de humor voluntario, más o menos fallido
y tal vez involuntario,
fue la creación de la tierra
en un impulso dionisiaco
de muy dudosa reputación en esta atmósfera
donde ni siquiera los dioses más inteligentes
mantienen una conducta irreprochable.
SOBRE UNA CAMA ORTOPÉDICA
Algunos dicen que Nonata Pedroso nació en Pernambuco,
y ella jura que tuvo relaciones
con el espíritu de Nuestro Señor Jesucristo
sobre el abismo de luz de una cama ortopédica.
–Eres la puritana mística– me dijo Él
con una voz tan suave
como el roce de las alas de un colibrí
por encima de mi pecho tan joven y lleno de leche.
Eres la puritana más láctea de todo el Universo,
me dijo después de sonreír como una criatura de luz,
aquella criatura de mirada perdida
a la que acaban de rozar, más allá del crepúsculo,
con alas de colibrí que tiemblan como la cama ortopédica.
–¿Yo la puritana mística?– dijo Nonata entre sollozos.
¿Yo la ortopedia del puritanismo, la puritana más láctea?
Aunque ustedes no lo crean, juro que tuve relaciones
con el espíritu de Nuestro Señor Jesucristo
sobre el bramadero de luz de una cama ortopédica.
Él me decía no puedo más, éste es el fin.
Yo le dije no te arrepientas, casi todo perdura.
Él me decía no puedes más, ¿por qué te has vuelto heroica?
Yo le dije lo que tú digas, pero no te arrepientas.
Él me besó tres veces, dijo no te apresures, éste es el fin.
Yo le mordí sus labios, tres veces, toda la luz del mundo
en la trinidad de sus labios, pero no tuve el valor
para decirle tu boca es mía, sólo mía.
ULTRATUMBA
Después de tantos años, sólo crees
en la democracia de la vida de ultratumba
donde se supone que no existirá, tumbas adentro,
la explotación del hombre por el hombre.
Pasan los años, después de tantos, y la muerta
se subirá al cadáver de su muerto:
emplumada se sube, amorosa o suspicaz, culebreando,
y lo besa en los labios, ya sin miedo, lo besa con júbilo
y de pronto le muerde la lengua, ven a mí, se la muerde
hasta la consumación de los siglos.
–Qué falso es todo, amor mío –solloza la muerta y sonríe
después de quitarse lentamente las medias–:
qué falso, no te abandones, nunca
te dejes morir, no me abandones, qué falso
y hermoso es todo esto.
–Qué final, Dios mío, qué final –suspira el cadáver bajo la lluvia
y va respirando con la inocencia de un mamífero
que recién ha descubierto el amor, aquel amor de siempre,
en la democracia de la vida de ultratumba
donde se supone que no existirá, tumbas adentro,
la explotación del muerto por el muerto.
CUANDO LOS HIJOS SE DESPIDEN
(Primer movimiento)
Nunca sabremos por qué los padres tienen hijos,
si al fin los hijos desde la cuna
se van, llorando en un abrir
y cerrar de ojos se van, vienen y se van,
al fin se van desde el abismo de la cuna,
se van con asombro y júbilo, tartamudeantes,
más allá del temblor de la luz, se van de sombra en sombra.
Nunca sabremos por qué los hijos tienen hijos,
si al fin los hijos se van, con la sombra o la luz de la cuna
o sin la luz o la sombra de la cuna se van,
desde el abismo de la cuna se van, felices,
de tumba en cuna, de cuna en tumba se van
llorando, se van cantando, y seré
y no seré pero habrá todavía una lámpara, se van bailando.
Nunca sabremos por qué los hijos
de los hijos, otro vaso y me voy,
tienen todavía hijos, si al fin los hijos se van, otro vaso,
tiempo, qué lindo vaso y me voy, tiempo, se van de sombra en sombra.
¿Por qué se van? Un minuto
de alegría y de silencio. ¿Qué sucede? ¡Váyanse al diablo!
Nunca sabremos por qué los hijos de los hijos de los hijos
quieren transfigurarse, quieren volverse padres en un solo día,
si al fin los futuros padres, ohhh locooos, un minuto
de silencio y de locura, también se van, se fueron,
si al fin se van, no dejan de irse,
al fin nos vamos hacia la fosa del amanecer, de cuna
en tumba nos vamos y nos vamos para siempre.
¿ALGUIEN HA VISTO A DIOS?
Como fue escrito desde mucho antes
que existiera la Escritura,
«Los últimos
serán eternamente los últimos,
agobiados por el tiempo
de la infernal o santísima crueldad,
o tal vez por la belleza
que aún existe en el aire de tanta belleza».
¿Qué se hizo Dios? ¿Alguien ha visto
a Dios en aquella inocencia tan suya,
el entusiasmo de algunos niños
o la gracia de su impulso,
tan suya desde siempre?
¿Dónde estará todavía, sutil o piadosa
y obstinadamente, si existe incluso aquel todavía
desde donde quién sabe si estuvo alguna vez
o nunca, o nadie, quién sabe si tal vez nunca estuvo, todo
es tal vez, aunque ese tal vez tan suyo y tan nuestro
podría ser nunca
o resucitar de haber nacido
o dejar acaso de ser o no ser nunca, Dios de nada y de todo?
¿Qué se hizo aquel Dios? ¿Alguien lo ha visto
bajo esa lluvia del otoño, iluminado
y enceguecido por la luz intermitente
de su antigua y nueva misericordia?
Como fue escrito desde mucho antes
que existiera la sagrada y ecuménica Escritura,
«Los últimos
serán blasfematoriamente los últimos,
tanto como los primeros, y todos habrán de sobrevivir, abrumados
por el tiempo, a la infernal o santísima barbarie,
y en todos aparecerá el alumbramiento de la belleza
que aún existe en el aire de tanta belleza».
Hernán Lavín Cerda (Santiago, Chile, 1939). Es licenciado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en 1965, dentro del área de Comunicaciones. Fue redactor y columnista de varios periódicos y revistas de Chile durante la década del 60 y principios del 70. En 1970 obtuvo el Premio Vicente Huidobro por su texto de narrativa poética La crujidera de la viuda, que luego publicó en México la Editorial Siglo XXI. Durante 1971 fue becario del Taller de Escritores Jóvenes dirigido por Enrique Lihn en la Universidad Católica. Pertenece a la generación del 60, que también se conoce como la generación violentada, disgregada o del exilio. Reside en México a partir de octubre de 1973. Desde 1974 es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, dentro del área de Letras Hispánicas. De 1975 a 1979 dirigió el Taller de Poesía del Instituto Nacional de Bellas Artes, que se impartió en la Capilla Alfonsina (casa de Alfonso Reyes). A partir de 1992 es miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Ha publicado alrededor de sesenta libros de poesía, novela, cuento y ensayo. Ha sido traducido al alemán, y parcialmente al inglés e italiano. Aparece en el Diccionario de Escritores Mexicanos, tomo IV, publicado por el Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, en 1997. Su obra, tanto poética como narrativa, se incluye en antologías de Latinoamérica, Estados Unidos y España.
-Fotografía del autor © Marcela Meléndez.