La distancia relativa de una isla
LA DISTANCIA RELATIVA DE UNA ISLA
La distancia relativa de una isla
está dada por las condiciones del viento,
la violencia de las mareas,
el sobre equipaje en los aeropuertos, que en general está compuesto
por exceso de añoranzas
o deseos ocultos de muerte o de abismo.
Así, todo viaje de acceso a estas fugas transocéanas
depende, en todo caso; en cuanto a distancia y tiempo se refiere
al vínculo que uno tenga con ellas.
Por ejemplo yo, que me crié mirando fijamente a la distancia
la isla Quiriquina; imaginando su pura inexistencia
y olvidando su realidad de tumba y de presidio.
Y que solo la visité una vez siendo niña
en un paseo escolar junto a mi madre y mis hermanos…
Para mí, esta isla, estaba cerca.
Está por la impotencia de niña frente al miedo y la injusticia.
Está frente a la muerte de mi abuela
y a su silueta ausente en esa ventana de edificio,
desde donde veíamos aparecer y desaparecer ese misterioso girón de tierra.
Así aprendí la fantasía, viendo ir y venir esa montaña en el mar de mi infancia,
viéndola desaparecer y aparecer entre la bruma como una ilusión la justicia,
viéndola desaparecer tras la lluvia que borra todas las palabras
y las transforma en náufragas promesas.
Así crecí y así moría mi inocencia cada día,
Junto a los ángeles custodios que saltaban de los cables a las nubes,
Junto a mi devoción a la virgen de los gorriones.
Así nací y así crecía la poesía dentro de mí,
como una isla especular que me latía,
como un volcán silencioso de lava y de preguntas.
Había que salir al balcón cada mañana,
había que asomarse a la ventana en medio del invierno
a ver que la isla no se hubiese fugado para siempre.
Tenía que ver, estirar el cuello, en mi caso; subirme a una silla, saltar en la cama;
en acrobacia peligrosa aferrarme a los marcos oxidados.
Limpiar los cristales, si era necesario,
del vapor de la angustia y la cazuela;
para comprobar, para asegurarme que allí estaba;
tan misteriosa como siempre
y algunas veces más lejana.
Hubo un tiempo en que mi abuela no paraba de cocer
y la pesada estructura de su máquina de fierro
obstaculizaba el viejo mirador de mi destino.
Sentada en su silla de modista pedaleaba día y noche en sagrado afán,
y yo, que tanto la amaba, no podía interrumpir su rito creador.
Entonces, subí a escondidas la escalera del edificio y golpeé una puerta del piso de arriba.
Dije, a una señora, que como mi abuela, lucía el delantal de la hacedora del mundo.
Señora, dije; busco una isla, y aunque usted no sepa
o no me entienda, es imperioso que me deje entrar para verla.
Señora, yo no quiero ver sus cosas ni me importa conocerla a usted.
Solo quiero sentir ese frío audaz de la vidriera y asomarme
al abismo de su transparencia.
Solo quiero dejar estampado el eco de mi aliento sobre la retina de su casa,
que no es la retina de mi casa, pero en este caso es como si lo fuera.
Cerró la puerta sin decirme nada nadie
muy pocas personas quizás ninguna entendería,
cuán importante es la visión para una niña
que debe custodiar la memoria y la distancia relativa de una isla.
SOLO LOS NIÑOS
Solo los niños
se dan el verdadero trabajo de entender. Colocan
esfuerzos _suficientes_
en la única tarea (que nadie, absolutamente nadie,
jamás les encomendaría).
Una mañana,
colocan la cara al sol y comienzan a intuir
la esencia de la vida.
Y por la tarde, y a veces,
incluso,
antes del mediodía,
ya han visto la cara de la muerte
sonriente, a su lado,
acompañando las labores de la madre.
Prematura es la vida del verso sobre una página escrita con garabatos.
Ellos, descubren
que el mundo no está hecho de palabras.
Luego, deben transcurrir años, para
que recién puedan expresar
(en palabras)
esa única verdad.
Se les va la vida en aprender a escribir lo incontestable.
Enseguida, se vuelven silenciosos
y construyen escondites donde no penetran los adultos,
sus leyes, ni las leyes de la física,
ni las leyes del dolor,
ni las leyes del sometimiento.
Desde esos minúsculos mundos compartidos
con insectos y fantasmas
planean
planifican
y logran
-si-logran
comprender.
Ya han visto todo, a esos escasos
cinco años, desde abajo de una silla,
pegados al fondo de un ropero,
acurrucados dentro de un cajón.
Ya han descifrado el torbellino de la existencia,
sus golpes, sus latidos, olas de vida vibrante
palpitando y resonando
en el silencio
de los rincones
y el olor.
Ese olor a usado y guardado
a desechado, ese olor a olvido
colma su entendimiento
y ya saben todo de la vida
antes de vivirla,
ya entendieron.
PELLAIFA
Para llamar a los cisnes hay que mecer un junquillo en la orilla del lago.
Para llamar al huillín hay que golpear dos piedras azules.
Para llamar al pangui hay que esperar a que hielen los cerros
y soltar la oveja mansa. Hay que esperar,
hay que saber esperar por los prodigios de la noche.
Kalfumalen se enciende, la niña azul, la estrella venerada, el buen augurio.
Hay que esperar y soltar el asombro como un canto
para que trepe a los árboles y encienda la luna.
Hay que esperar por los fuegos silvestres
con el corazón encendido y en silencio.
Hay que saber esperar, para que se hagan visibles las puertas selladas del bosque
y entrar en el renü de los duendes,
sin perder la cordura, hay que saber esperar y agradecer
al sendero
a su mano oscura
que nos regresa siempre.
HISTORIA DEL HOMBRE DE OCCIDENTE
Hizo cosas muy sencillas:
bajar del árbol,
encender la chimenea,
dar la espalda al brillo de las llamas,
caminar en la penumbra.
Perdido dentro de sí mismo
inventó una pequeña teoría.
Fabricó un avión de papel con un boleto de micro.
Lo lanzó por la ventana.
Buscó la clave, la razón de todo esto.
Miró el reloj
y entre dos brillos apagados
destruyó su mundo,
tan pequeño, solitario
y tan sencillo.
UROBORO
He soñado el poema que dice el mundo con su tumulto de palabras aladas,
bandada de pájaros de fuego que devuelve la luz a todas las praderas.
He aquí el poema que quiere abrirse,
el poema que quiere llegar al centro de la tierra;
porque no desconoce el magma de su esencia,
el ígneo y secreto elemento de su aliento.
He aquí el poema
que cantará para siempre
como el mar.
FUKUSHIMA
Siempre nazco en este gesto de haberle ganado a las aguas algo.
Telúrico y mordaz, del abismo saqué mi alimento.
Viva y evanescente, de la espuma tomé la llave
Flotaba
a pesar de su peso, brilló, a pesar del óxido y de las algas
me dejó soltar los remos y dormir
dormir
tardes enteras, mecida en olorosa cuna de ciprés.
Así se habría la noche para mí,
en las islas del norte,
cabalgando las rocas, buscando el rocío
animal
de una nube pasajera.
Siempre nazco en este gesto de saltar,
como salvándome de algo que va a morderme los tobillos.
Nunca acabo de arribar
a la tierra que danza triste y confundida bajo mis pies.
Nunca acabo de soñar
con los bosques submarinos,
jardines de actinias,
valles macizos de coral.
Así voy de isla en isla,
peregrina entre una tierra y otra tierra
peregrina
entre el corazón humano y el corazón del mar.
Nunca acabo de partir.
Nunca acabo de arribar.
Damsi Figueroa (Talcahuano, Chile, 1976). En 1994 publica su primer libro Judith y Eleofonte. Sus poemas han sido incluidos en varias antologías, entre las cuales destacan: Poetas Chilenos para el Siglo XXI (Ed. DIBAM, Santiago, 1996); Ecos del Silencio (Ed. Mala Face, Concepción, 1998) e Informe para Extranjeros, antología que recoge las voces más representativas de la poesía chilena de los últimos treinta años (Colección Juan Ramón Jiménez, Provincia de Huelva, España, 2001). El año 2000 publica textos inéditos en revistas de poesía, tales como: Trilce, de Concepción; Archipiélagus, de Valparaíso, y Vox, de Buenos Aires. En el 2003 aparece su obra Cartografía del éter y Gen el 2010. El 2012 se publica una nueva versión de Judith y Eleofonte ilustrada por Valeria Hernández. En 2021 ve la luz su último poemario que lleva por título Muerte natural.