Ceda el paso
Prodigio
El trabajo de este día consiste
en llevar una piedra de aquí para allá.
Es una roca muy pesada,
más que un buey,
más que una bolsa cargada de lluvia.
Es un agujero prehistórico,
un espejo negro
a punto de tragarse el mundo.
El trabajo de este día consiste
en alzar esa piedra con los ojos y depositarla
suavemente en el medio del camino
para que se detengan los ciclistas,
se detenga la música de fondo,
se detenga la Ruta Dos
a la hora señalada por las arterias rojas.
Y cuando todo esté detenido,
entorpecido por la piedra,
detenidas las generaciones ilustradas y piadosas,
detenido el amor entre las cosas naturales
y las cosas manifiestas,
el trabajo, entonces,
consistirá en sacarla de ese lugar,
levantar la piedra nuevamente con los ojos cansados
y enterrarla por ahí, en la nada,
en ese lago de cerrada indiferencia
donde cruje la cama, alumbra el televisor,
brillan los motores,
cae el vino adentro de la luz,
se pudren la memoria y las conversaciones tristes,
y se hunden, con la piedra,
en la más completa extinción.
Cerca del puerto
Pasan los camiones.
Se llega a mezclar el humo del gasoil quemado
con la llovizna fresca de la costa.
No hay poemas perfectos
como el sol, como la sombra.
Y menos que hablen de lugares
cercanos a este puerto donde hace frío,
donde se apilan contenedores blindados
para la gente inestable y para las ratas.
Pasan las dos mitades de un perro.
La primera lleva una cabeza normal, asustada;
la otra se disipa entre la niebla y la sarna.
En la estación lo bañaron con parafina,
seguro que fue el tuerto que limpia los vidrios,
quizás le regaló un pedazo de pan
y le ordenó: ¡basta de morderte!
Que no se turbe el sueño de Pound.
Si los clásicos ya tuvieron épocas
de mayor circulación en América,
al menos aquí, cerca del puerto,
entre la maquinaria envenenada
por la mierda de las gaviotas
(donde pasan las mitades de un perro,
esquivando esos camiones de carga),
ya nadie hace las cosas perfectas
como el sol, como la sombra.
Método para calcular el tiempo
Los que viven a este lado de la ruta
saben de compensaciones:
cada vez que alguien pasa rumbo al Sur
anotan la hora exacta
y dejan caer una piedra en el vacío del ser.
Quienes viven del otro lado
conocen la polaridad:
cada vez que alguien pasa en sentido contrario,
de regreso,
anotan lo mismo,
pero sacan una piedra del vacío del ser.
Así unos llenan su vacío
y otros lo despejan.
Cada cierto tiempo,
los que han llenado su vacío
cruzan por el puente viejo (que era nuevo)
y esperan con paciencia
a que pasen los regresadores del Sur,
uno tras otro,
hasta que el vacío es total.
Una carrera con Platón
Antes de hablar alzaba una mano
para sujetarse el pecho,
a riesgo de hacerlo en un estilo trágico.
Siete pitadas: un cigarrillo.
Esa tarde encendió el motor
de su viejo automóvil
y se acostó en el pasto a escucharlo una y otra vez.
Un alambre coincidía con el horizonte
donde se posaban unos pájaros enormes
y el hilo de la tierra se encorvaba.
Cuando alzaban vuelo, de repente,
el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo,
en eso que llaman la marcha dialéctica.
Y nadie era capaz de seguirlo.
Siete pitadas feroces: otro cigarrillo
El motor hablaba espesamente del silencio,
como si lo más oscuro del ser
encendiera con una llave de contacto.
Su viejo automóvil
detenido en el mejor momento de la vida.
Ceda el paso
Hay que tener cuidado con las señales.
Este es un pueblo chico y siempre
ocurren algunas historias sencillas.
No falta el que bebe, como cree
que bebería Dylan Thomas si viviera,
y luego llega a su casa a medianoche
con los zapatos raspados, apuntando
una llave temblorosa con la mano.
Va dejando así una marca de luz
que permanece hasta que la borran
los faros de un automóvil
o simplemente se diluye en la humedad.
No falta el que bebe y después dice
que leyó completo En busca del tiempo perdido,
sí, completo, las siete novelas,
y que lloró al amanecer
frente a un mapa de Londres.
Tengan cuidado,
en la ruta de la entrada
suele cruzarse a veces un caballo,
algún rencor,
un árbol perdido.
Esto no es más que un pueblo chico,
aburrido y violento.
Daniel Calabrese (Dolores, Argentina, 1962). Publicó: La faz errante (Mar del Plata, 1989, Premio Alfonsina); Futura Ceniza (Barcelona, 1994); Escritura en un ladrillo (español-japonés, Kyoto, 1996); Singladuras (inglés-español, Fairfield, 1997); Oxidario (Buenos Aires, 2001, Premios del Fondo Nacional de las Artes); Ruta Dos (Santiago de Chile, 2013, Roma, 2015 y Madrid 2017, en la colección Visor) y Compás de espera (Argentina, 2022). Obtuvo el premio Revista de Libros 2013 y fue nominado al Premio Camaiore Internazionale). Traducido al inglés, italiano, chino y japonés. Fundador y director de Ærea, Anuario Hispanoamericano de Poesía. Reside en Santiago de Chile.